Tal vez llevabas años trabajando en tu sector, o “de lo que iba saliendo”. Y un día te hartaste de “comerte marrones”, sentirte explotado/a y llenarle a otro los bolsillos con tu talento y experiencia.
También es posible que tus padres, o tus abuelos, hayan sido empresarios, y que el emprendimiento corra por tus venas o que seas la siguiente dinastía de un pequeño imperio.
O puede que en algún punto tuvieses una idea genial, y decidieses superar el vértigo y dar un salto al vacío (espero que contases con una red de seguridad, por si acaso).
El caso es que tomaste una decisión, te armaste de valor y buscaste esa ansiada libertad, esa promesa dorada de ser dueña/o de tu propio destino.
Recogiste tus bártulos y te largaste de la oficina, o de la fábrica, con paso firme y decidido.
Llegó el día en que tomaste las riendas del negocio familiar, o de tu vida: ya sólo tú marcarías tu destino. Escapaste de la rueda de hámster.
Pero es probable que haya pasado el tiempo y, echando la vista atrás con cierta amargura, recuerdes con añoranza la despreocupación, la predecible rutina que era el trabajo por cuenta ajena.
Porque tardaste poco en descubrir que las cosas eran más complicadas de lo que parecían. Que la letra pequeña de tu carta de libertad era más importante de lo esperado.
Que esa libertad tenía asociada una responsabilidad. Porque es así como funciona la libertad.
Y es que la libertad no es “hacer lo que uno/a quiera”, si no tener la capacidad de elegir entre las diferentes opciones, asumiendo las inevitables consecuencias de dichas elecciones.
La palabra clave, en este mundo en el que todo llega fácil (o al menos más fácil de lo que llegaba hace unas décadas, gracias a los avances tecnológicos y a los cambios sociales que hemos vivido) es esa: RESPONSABILIDAD.
La responsabilidad hace que esa libertad que alcanzas sea una espada de doble filo, que en algunos momentos puede convertirse en una jaula dorada o, peor aún, en una nueva rueda de hámster, todavía más opresiva que la anterior.
Alquileres, nóminas, materia prima, transportes, insumos…costes por doquier. Son los compromisos que has adquirido como billete para lograr esa independencia.
De un modo u otro, otras personas también dependen de tus decisiones: empleados, si los tienes, o incluso tu familia.
La presión es elevada, y la apuesta es fuerte.
Es normal que te sientas abrumado/a a veces. Totalmente comprensible.
Sobre todo, si te diste cuenta de estos compromisos de la manera más dura: al chocarte contra ellos, cuando ya no había vuelta atrás. Pasa más a menudo de lo que parece.
Eso por no hablar de los fríos, húmedos y pegajosos dedos de un sistema que destruye y debilita la capacidad para enriquecerse, bajo la premisa de lograr un bien común que es poco menos que aparente… pero mejor no me meto en ese charco. Estamos todos sometidos en ese aspecto a las mismas reglas, y el arte de ser empresario (o autónomo) es alcanzar el éxito jugando con las cartas que nos son repartidas.
Por eso es tan importante no olvidar ese doble filo que mencionaba antes de la libertad.
Del mismo modo que adquieres responsabilidades, no debes olvidar que el trabajo por cuenta propia te da la capacidad de decidir qué hacer en cada momento.
Tanto para mal… como para bien.
Y eso, es un tesoro. Es decir, te da la capacidad de definir:
- Qué haces.
- Para quién lo haces.
- Cómo lo haces.
- A qué precio.
- Cuáles son los límites y condiciones de tu servicio o producto.
Y está en tus manos estructurarlo y comunicarlo adecuadamente para que no haya posibilidad a error o malas interpretaciones.
No sabes cuántas veces escucho decir, tanto a trabajadores/as autónomos/as como a empresarios/as:
“…es que no tengo elección” “…es que tengo una familia que mantener…” “…es que tengo que pagar la hipoteca…” ”…es que el mercado es como es…” “yo no puedo decir/hacer eso…” “…es que mi cliente no lo aceptará (lo que sea, aunque generalmente aplica a subir los precios de tus productos o servicios, en la búsqueda de una rentabilidad equilibrada)”
Cualquier pretexto es bueno para no destacar, para no diferenciarse, para no darle con un palo a lo que nos parece un avispero. Para no tomar las riendas.
Al final son historias que te has contado y te has creído, espejismos de tu propia creación que te impiden ver con objetividad. Te convences de que eres una víctima de las circunstancias, sin poder elegir, y dejándote llevar.
La buena noticia es que esto no es así.
Como dicen en lo comics, “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, pero en este caso, del mismo modo, esa responsabilidad te da poder para decidir los aspectos clave de tu negocio:
Con quién trabajar y con quién no. Qué aceptar y qué no. Cuánto valen tus productos o servicios. Cuándo y cómo trabajas. Cuándo irte de vacaciones.
En tu relación con tus clientes (y potenciales clientes) TÚ eres el/la profesional vendiendo y ejecutando. Compórtate como tal.
Que no se te olvide. Tú decides.