Que el mundo digital ha revolucionado nuestro comportamiento es un paradigma que nadie pone en cuestión, aunque a veces no somos conscientes de cómo han cambiado nuestros hábitos sociales en estos veinte años. Muchas son las cosas que Internet nos ha aportado, de las cuales yo señalaré dos determinantes: universalidad (o globalización, como se ha dado en llamar) e inmediatez.
Uno de los aspectos cotidianos a los que más ha afectado esta “revolución digital” ha sido a nuestra faceta como compradores. Gracias a esa universalidad e inmediatez, el planeta se ha convertido en un gigantesco bazar en el que con un solo clic podemos adquirir casi cualquier cosa en casi cualquier país en cualquier momento del día.
Pero el cambio en nuestros hábitos compradores ha sido más profundo. Ya no concebimos una adquisición sin informarnos antes de las alternativas que este inmenso mercado pone a nuestra disposición. Hay quien diría que nos hemos vuelto más racionales, pues antes de adquirir un bien o servicio consideramos factores como la mejor opción financiera, la oportunidad temporal, la variable geográfica o la eficiencia y la utilidad que vamos a obtener del producto o bien en cuestión.
No estoy muy seguro: quizá en vez de racionales estemos cayendo en lo compulsivo dejándonos tentar por precios de ganga, no lo sé. Sin embargo, lo que no pongo en duda es que le dedicamos más tiempo a la compra, echando horas en busca de la oferta que mejor se ajuste a nuestros gustos. Poco importa si se trata de un par de zapatos de cuarenta euros, del viaje de nuestra vida o de un coche de veinte mil euros.
Sin embargo, a diferencia de los hábitos de compra, la cultura financiera media de los españoles apenas ha cambiado, algo que como profesional de las finanzas me preocupa. Es cierto que conozco a clientes muy preparados y concienciados, pero todavía prevalece una mentalidad tradicional a la hora de invertir. Hoy, como hace veinte años, además del desconocimiento financiero persiste la actitud con la que se afronta una decisión de inversión y que podríamos situar en dos extremos: por un lado, aquellos que con despreocupación delegan —generalmente— en el personal de su oficina bancaria o incluso en su cuñado; y, por otro lado, está el inversor, que considera que nadie como él sabe qué es lo mejor para su dinero.
Ambos perfiles están hoy perdiendo dinero, pues la realidad es que el mundo de las finanzas se ha vuelto más complejo. Por ejemplo, hemos visto a la renta fija con rentabilidades negativas. Por todo ello, debemos hacer un esfuerzo de adaptación: si hemos cambiado como compradores, ¿qué nos impide evolucionar como ahorradores?
Toda inversión, pequeña o grande, requiere una serie de normas elementales que cualquier ahorrador debería plantearse a la hora de decidir qué hacer con un dinero ganado con esfuerzo. Como regla base diré que no se puede confundir el ahorro con el producto de inversión; no vale eso de tengo mis ahorros en X. La inversión es una estrategia que por lo general incluirá diferentes productos o servicios financieros y un método que nos permita sacar el máximo de rentabilidad a esa estrategia, con independencia de los vaivenes del mercado.
Como buen decálogo, aquí van nueve consejos que debe seguir todo ahorrador de fondo que pretenda tener éxito en su inversión:
Diversificación. Como no es bueno poner todos los huevos en la misma cesta, hay que invertir en una variedad de productos —renta fija y variable, fondos de inversión, etcétera—, con diversidad sectorial y geográfica, e incluso referencias a índices que fluctúen de forma distinta para amortiguar las fases del ciclo económico.
Controlar las emociones. Cada vez es más evidente que la economía es más subjetiva que objetiva. La mayoría de nuestras decisiones de inversión las tomamos en momentos de pánico o de euforia arrastrados por lo que hacen los mercados. El control de las emociones es imprescindible, por lo que es mejor apoyarse en terceros para poder ver con perspectiva lo que está sucediendo y no errar en nuestras decisiones.
Objetivos financieros concretos y realistas. Es conveniente tener claro qué queremos obtener con nuestra inversión, en qué plazos y para qué fines. Es obvio que nuestro objetivo es ganar dinero, pero debemos plantearnos para qué lo queremos.
Plazos de inversión. Es frecuente que el objetivo del ahorro sea la jubilación. Es una preocupación lógica, pero que conlleva al error frecuente de posponer nuestra estrategia de inversión hasta pasados los cuarenta. Un euro invertido en la treintena rinde ostensiblemente más que ese mismo euro a los cincuenta. Nunca es tarde para empezar, pero es mucho más eficiente destinar menos dinero a una edad temprana que afrontar grandes desembolsos de golpe.
Huir de modas. El éxito de una inversión radica en establecer un plan en función de los objetivos que nos hayamos marcado y en no salirse del camino. Es un error vender o comprar arrastrados por los índices, algo que no significa que la inversión sea inamovible. Como ejemplo, en los fondos de inversión, los brókeres que los gestionan ya se encargan de sacar rendimiento a los vaivenes de cada momento.
Pensar a largo plazo. Aunque sea de Perogrullo, un ahorrador a largo plazo debe pensar a largo plazo y no dejarse arrastrar por la corriente del momento El capital que empleamos en estas inversiones no debe hacernos falta en ese plazo marcado y, por tanto, no nos veremos obligados a malvender si necesitamos liquidez. Por otro lado, cuando todo el mundo vende se abren oportunidades de compra a buen precio. Esto es actuar de forma racional.
Cuidado con las certezas y la infalibilidad. A veces, cuando se gana por primera vez en la bolsa, ciertas personas pueden caer en el engaño de creer que el éxito se debe a su acierto y buen hacer. Es como ganar el premio gordo en las tragaperras la primera vez que se juega. Las ganancias del pasado no son sinónimo de seguridad y mucho menos de eficacia como inversores.
Ser humildes en la inversión. Hay que mantener la mente abierta para estar alerta y, muy importante, con ganas de seguir aprendiendo.
Este decálogo se cierra con una recomendación. Aunque pueda parecer interesada, pues es nuestro oficio, no deja de ser válida. Poco importa si el inversor se cree infalible o inexperto; en las finanzas se manejan numerosas variables y su ejercicio debe ajustarse a unas reglas que contribuyan a minimizar las pérdidas y optimizar las ganancias. El consejo de un asesor profesional es siempre valioso, aunque también debemos ser exigentes con él. Ha de tener un talante didáctico, una actitud cercana —antítesis de la presunción— y, muy especialmente, debe generarnos la certeza de que su prioridad somos nosotros.