Paola Corbalán
Consultora de empresa familiar
Cuando el silencio se convierte en el peor socio del negocio.
El problema no es que no hablemos, es que hablamos de todo menos de lo importante
La literatura sobre empresa familiar lleva décadas identificando los mismos patrones: conflictos de rol, expectativas desalineadas, ambigüedad en la autoridad. Lo fascinante es que tratamos estos problemas como inevitables, cuando tienen una causa bastante simple: nadie dice las cosas claras.
No por mala fe. Sino porque en la empresa familiar convergen dos mundos con lenguajes distintos: el familiar (lealtad, afecto, «para siempre») y el empresarial (resultados, competencia, eficiencia). Puedes discutir horas sobre márgenes comerciales, pero preguntarle a tu padre cuándo se jubila es otra historia.
Tres conversaciones que no son terapia, son gestión
No hablamos de «comunicarnos mejor» en sentido abstracto. Hablamos de abordar los puntos específicos que diferencian una transición ordenada de un desastre en cámara lenta.
Primera: ¿Qué esperas de mí, exactamente?
Parece obvio, pero la mayoría opera en la ambigüedad durante años. El fundador no sabe si el hijo debe preservar o transformar. El sucesor no sabe si tiene mandato para cambiar o solo para mantener.
Ejemplo real: padre esperando que el hijo «demuestre valía» durante quince años. Hijo creyendo que tras cinco ya debería tener autonomía. Ninguno lo dice. Ambos frustrados. Empresa estancada.
La gracia es que aquí el «subordinado» es tu hijo, así que cualquier desalineación se convierte en drama familiar, no solo en ineficiencia organizativa.
Segunda: ¿Cuándo hablas como jefe y cuándo como padre?
La superposición de roles es el sello distintivo de la empresa familiar. Padre-jefe, hermano-socio, hijo-empleado. Todo mezclado, todo el tiempo.
El problema no es filosófico sino brutalmente práctico: cuando tu padre dice «no estoy de acuerdo», ¿es un veto empresarial o una opinión familiar? Porque no es lo mismo. Y tu equipo tampoco sabe a quién hacer caso.
He visto empresas donde los empleados llevan años navegando esta ambigüedad, intentando adivinar qué sombrero lleva puesto cada directivo según el día. Es agotador para todos.
Tercera: ¿Vamos al mismo sitio?
Esta es la más traicionera. Dos personas pueden trabajar intensamente durante años con visiones estratégicas totalmente incompatibles sin darse cuenta.
Uno sueña con consolidar y vender en diez años. El otro con expandirse y construir un legado multigeneracional. Ambos asumen que el otro comparte su visión porque «somos familia y nos entendemos».
Hasta que un día explota. Y para entonces, llevan una década construyendo en direcciones opuestas.
La trampa de la «buena familia»
Hay una creencia peligrosa: que una familia que se lleva bien no necesita estas conversaciones porque «se entiende todo implícitamente».
Falso. Las familias funcionales no son las que evitan conversaciones difíciles. Son las que tienen el coraje de tenerlas antes de que sea demasiado tarde.
Porque en la empresa familiar, lo que no se habla no desaparece. Se enquista. Y el silencio educado de hoy es el conflicto irreparable de mañana.
